–La última mentira que dijiste.
–Son las cuatro menos cuarto de la mañana. Hace unas horas, a medianoche,
mi niña se acercó hasta el escritorio, me quité los auriculares y la miré
esperando que me dijera algo. Puso una carita triste, porque al encontrarme con
un libro, subrayando debajo de un foco de luz, adivinó que yo no iba a acceder
a su demanda. Según ella, nunca quiero hacer nada. Y éste iba a ser un ejemplo
más. Con los auriculares en el cuello, le pregunté qué pasaba. “¿Querés armar
el arbolito de navidad, ahora, conmigo?”, dijo. La expresión de desamparo era
verosímil, si hubiera exagerado en la gestualidad me habría resultado más fácil
la situación. “Mi amor, son las doce de la noche, es muy tarde y estoy leyendo,
tengo que avanzar con este texto, mejor lo hacemos mañana, ¿dale? Mañana
armamos el arbolito”. No dijo nada. Salió del escritorio como abatida. Tiene
ocho años. Seguramente es la última mentira que dije: “Mañana armamos el
arbolito”. Pero para que realmente sea la última mentira todavía quedan veinte
horas durante las cuales deberé no cumplir con mi promesa. Si llegara a
despertarme mañana y nos pusiéramos a armar el árbol, entonces sería una
mentira refutada en los hechos. Se habría convertido en mi última verdad.
Porque mentira, creemos por lo
general, es aquello que decimos sabiendo que no es verdad. Sin embargo, muchas
veces realizamos las promesas que en un principio creímos deliberadamente
falsas. Las mentiras tienen un status ontológico muy particular, y suponen la
plenitud de la “conciencia subjetiva”, algo que ha sido descartado desde hace
años. No hay algo así como una conciencia plena. En todo caso, la plenitud de
la conciencia es una promesa más cuyo cumplimiento se posterga en cada intento
de probarse a sí misma. Al mismo tiempo, la paradoja del mentiroso, en efecto,
pone patas arriba el sentido mismo de la pregunta por la última mentira. Pero
no voy a relatar aquí esa vieja historia que, como muy bien narró Carlos
Gamerro en un pasaje hermoso de Las Islas,
hasta Sancho Panza supo ocuparse de ella. Y un poco más acá, ya en el siglo xx,
Michael Jackson señaló en un verso de Billie
Jean que a veces las mentiras se convierten en verdad.
–¿Cómo llegás al momento de sentarte a escribir? ¿Algún ritual u obsesión?
–¿A escribir qué? Desde hace más de diez años intento hacer del oficio de
la escritura (y de la lectura) un ejercicio más o menos abierto. Si bien es la
novela breve el género en el que trabajo con más detenimiento, también dedico
horas y horas a otro tipo de escrituras. El periodismo cultural, la reseña o el
comentario de libros, la crónica, el catálogo de arte, la correspondencia, el
diario íntimo, el ensayo filosófico o de divulgación, la crítica literaria o la
redacción de artículos académicos exigen una forma de “sentarse a escribir”
difícilmente encuadrable en un rito u obsesión. Para escribir sobre una obra de
Luna Paiva, tuve que escuchar sonidos de la selva amazónica durante horas. Para
escribir sobre un libro, son horas y horas leyendo y marcando fragmentos. Para
escribir una novela, primero realizo esquemas y leo novelas y libros sobre
aquello sobre lo que supongo que trata o atraviesa mi novela. Muchas veces me
equivoco. Las obsesiones, más bien, son las que me hacen dejar de escribir. Hay
elementos que estimulan o motivan el trabajo. Puede ser una prenda, una
noticia, algo que acabo de leer. Hay, también, materiales que resultan
fundamentales pero que lo son, de algún modo, en forma indirecta, a la
distancia del momento de “sentarse” a escribir. Ver ópera, por ejemplo. O el
cine. Pero no es tan así tampoco, porque siempre llevo mi cuaderno, mi diario,
y escribo a oscuras en el teatro, o en la sala del cine. O donde sea.
–¿Golpes de inspiración o trabajo constante?
–La inspiración no es otra cosa que la constancia del trabajo. Sherlock
Holmes dice en algún lugar que el genio es una capacidad indefinida de
laboriosidad. Por eso, si no soy capaz de escribir en algún momento, trato de
leer. Si tampoco puedo hacerlo, al menos dejo que mi cuerpo reciba los
estímulos del mundo como si fuera un ejercicio de lectura más. Escucho lo que
me dicen y observo las situaciones a mi alrededor como si fueran una puesta en
escena con un libreto -hasta cierto punto- abierto. Pero casi nunca entiendo
nada de lo que pasa en esta especie de escena teatral perpetua, que es la vida,
en donde todo parece suceder en tiempo real hasta que me sorprende la velocidad
de las cosas. Cuando no leo ni escribo, hago un esfuerzo por aprender a
escuchar y a ver. Y me gusta estudiar la capacidad de escucha de otras
personas. Al mismo tiempo, me pruebo a mí mismo. ¿Soy capaz de hacer silencio?
¿De no decir lo que se ocurre?
–¿Durante ese proceso, imaginás un lector? ¿Es alguien definido?
–No imagino un lector a menos que lo que esté
escribiendo sea un texto deliberadamente orientado a un lector. La
correspondencia es el ejemplo más claro de una escritura dominada por la
presencia espectral de un lector imaginado. Y de hecho es imaginado, porque la
situación de lectura de una carta es siempre diferente y única, imposible de
predeterminar con exactitud. Como máximo, podemos conocer el lugar en el que
será leída la carta, pero esto es siempre contingente. Más aún cuando el correo
es electrónico y puede leerse en un dispositivo de bolsillo. Fuera de la
correspondencia y la mensajería, el lector es inimaginable para mí. Ahora bien,
todo lo que escribo para ser publicado se lo leo a Teté García Bravo, lectora
profesional con quien me une el amor, una hija, la formación postnietzscheana y
la institución matrimonial contra la que Nietzsche se pronunció más de una vez.
Teté es la única lectora que realmente me importa.
–¿Qué otras actividades te inspiran?
–Ya nombré varias. ¿Qué otras, además de la
ópera, el cine, la gente por la calle o las cosas que pasan a mi alrededor? La
organización. Las acciones colectivas en las que puedo actuar como engranaje. Y
la embriaguez ligada a la pulsión de vida, el acrecentamiento de las fuerzas y
la exaltación del espíritu. Esto puede suceder cenando con Teté y mi niña,
bebiendo un trago, saliendo del mar o trabajando, conversando con un integrante
de un taller de escritura en el Hospital Borda, en una escuela, en casa o en la
universidad. Durmiendo. Jugando al tenis.
–¿Sentís que tu escritura evoluciona o se modifica con el tiempo?
–Siento que podría estar sucediendo algo del
orden de la modificación del estilo, del tono. Pero, en realidad, tengo la
impresión de que los cambios obedecen a cierta libertad que parece ir creciendo
con cada nuevo proyecto. Si un trabajo es aceptado, el próximo se escribe con
un poco más de confianza y cuidado. Más soltura. Pero esto no se refleja en la
prosa necesariamente. Por otra parte, es la lectura la que realmente escribe.
No los textos que leemos, sino el modo en que leemos esos textos.
–¿Tenés alguna idea postergada por sentir que te faltan herramientas?
–Los proyectos postergados
trato de tomarlos como si fueran ellos mismos herramientas para realizar
proyectos que de algún modo germinan de la postergación. De ese modo, una vieja
idea irrealizable termina funcionando como un pequeño fragmento en el interior
de otra máquina en principio incompatible con la idea postergada durante años.
Las ideas se adaptan entre sí. Una novela no escrita pasa a ser un comentario
de un personaje o un ejemplo de lo que no hay que hacer en una clase.
–¿Cómo es tu experiencia con los editores y el proceso de publicación?
–Tener un editor es ya una fantasía. Amé a mi
primer editor. Me enseñó lo fundamental para hacer de una escritura un libro.
Leyó lo que escribía de una manera que me fortaleció hasta convertirme en otra
persona. Mi primer editor, José Fraguas, me inventó el día que se rio a
carcajadas de algo que yo había escrito antes de conocerlo. Otros editores me
enseñaron a desprenderme de mis textos, a dejarlos intervenir en ellos,
aprendiendo de sus intervenciones. Una editora -Soledad Guarnaccia- me dio un
lugar insólito en su proyecto editorial y le debo prácticamente la vida (como
narrador). Pero también se la debo al editor del suplemento cultural en el que
publico desde hace más de diez años. Me abrió las puertas de un diario de gran
circulación sin saber quién era yo. Me dio un libro difícil y me dijo que si
era capaz de escribir sobre eso y hacerlo bien, estaba adentro. Y me enseñó a
no ser efectista, a evitar los lugares comunes. Y sigo conociendo editores.
Algunos increíblemente generosos, otros más imperceptibles, y otros, en fin, de
una paciencia asombrosa.
–Qué es un buen editor?
–Un buen editor construye un catálogo, una
revista o un suplemento cultural que se convierte en una referencia para los
escritores de una generación o una época.
–¿Cómo se escribe hoy? ¿Las redes sociales modificaron la manera en que se piensa?
–Heidegger diría que todavía no pensamos. Hoy se
escribe como se puede. Conozco profesionales que escriben “hagonía”, con h, y
adolescentes que aún no están en edad de votar pero ya citan a Platón, Marx y
Lombroso de manera pertinente en un mismo artículo, desenmascarando el discurso
de la inseguridad. Hoy la escritura es una unidad curricular en las
universidades. Es tanto una preocupación como un área de investigación y
producción de conocimiento. En este sentido, creo que vivimos un momento de
extraordinaria proliferación de lo escrito. ¿Cómo escriben los escritores? Como
siempre. Leyendo.
–¿Con qué criterios define la crítica cuáles autores son importantes?
–No creo que la crítica
defina la importancia de un autor o de otro. En todo caso, los textos se cruzan
o no con el desarrollo de sus investigaciones. Un crítico no lee cualquier
cosa, lo que hace es trabajar en un determinado programa de lectura,
produciendo conocimiento. Cuando un texto funciona, amplía, pone en cuestión o
abre nuevas perspectivas en una línea de trabajo del crítico, y éste lo
incorpora. Pero no incorpora al autor, sino al texto. El crítico se interesa
por su propio trabajo crítico, y ese trabajo muchas veces implica la
fascinación ante un texto o cualquier otro objeto cultural.
–El último libro que te haya sorprendido.
–El caballo y el gaucho, de Pablo Katchadjian.
–Un contemporáneo al que admires profundamente, en secreto.
–Al Zambullista. Autor de
http://www.zambullidas.com/
–Tu top five. Vale todo.
–El amor, las artes, el trabajo, la justicia social, el deseo.
–¿Cómo es tu relación con el dinero?
–Rara.
–¿Y con el tiempo? ¿Cuánto se resigna para escribir, digamos,
“profesionalmente”?
–El tiempo es un tigre que me devora, y yo soy el tigre. ¿Eso es una cita
de Borges? Para escribir profesionalmente pareciera que arruino mi vida y las
de quienes viven al lado mío. Pero en la medida en que podría hacerlo sin
molestar a nadie, cualquier cosa que haga “profesionalmente” o durante varias
horas, resulta dañina. Porque todo se va a la mierda en cuanto me comprometo de
verdad con una tarea.
–¿Imaginás cómo te perciben tus pares? ¿Y el que te lee? ¿Es lo mismo?
–No soy de imaginar la
percepción que tienen de mí, a menos que esté en medio de un síntoma paranoico.
Los que me leen, si realmente me leen sin descartar la lectura de entrada,
suelen encariñarse. Son pocos los que manifiestan un rechazo y sin embargo me
leen. Es raro leer algo que no te interese. Los lectores fueron generosos
conmigo y siguen siéndolo. Musulmanes
salió en 2009 y sigue leyéndose casi ocho años después. Lo mismo sucede con
algunas notas escritas en RadarLibros. Osvaldo es un libro que acaba de
salir y está siendo leído con mucho cariño también.
–¿Qué te angustia?
–Que las personas que más
me importan piensen que soy un miserable. Y no encontrar argumentos para
convencerlos de lo contrario.
–El mejor consejo que te dieron.
–El de Germán García. Que
todo no se puede decir. Hay que aprender a callarse, aunque a veces tengamos un
as en la lengua. Me lo dijo en el Centro Descartes, una noche de algarabía/////.
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MARIANO DORR
Nació en Buenos Aires en marzo de 1977. Es narrador, ensayista y docente de Filosofía y Estética y Metodología de la Investigación (UNA, Artes Multimediales) e investigador en el área de la filosofía y la literatura. Colabora en Página12 para el suplemento cultural Radar Libros y en Revista Otra Parte . Es miembro del comité de redacción de Instantes y Azares –escrituras nietzscheanas-, publicación dirigida por la Dra. Mónica Cragnolini. Publicó las novelas breves Preguntale (Cencerro, 2005) y Musulmanes (CasaNova Editores, 2009). Su nueva novela, Osvaldo acaba de ser coeditada por Blatt&Ríos y Las Cuarenta. Actualmente trabaja en nuevos proyectos literarios: Marx y la literatura, El Companion y Lo que Diamante sabía.
Nació en Buenos Aires en marzo de 1977. Es narrador, ensayista y docente de Filosofía y Estética y Metodología de la Investigación (UNA, Artes Multimediales) e investigador en el área de la filosofía y la literatura. Colabora en Página12 para el suplemento cultural Radar Libros y en Revista Otra Parte . Es miembro del comité de redacción de Instantes y Azares –escrituras nietzscheanas-, publicación dirigida por la Dra. Mónica Cragnolini. Publicó las novelas breves Preguntale (Cencerro, 2005) y Musulmanes (CasaNova Editores, 2009). Su nueva novela, Osvaldo acaba de ser coeditada por Blatt&Ríos y Las Cuarenta. Actualmente trabaja en nuevos proyectos literarios: Marx y la literatura, El Companion y Lo que Diamante sabía.
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